Todavía no logro creerme del todo ese
tren que me deposita en siete minutos en el centro de la ciudad, en
la puerta del restaurante de mi hermana, y anoche fue aún más
irreal. Había quedado allí con Mercedes, mi amiga de
toda la infancia, a la que he estado treinta años sin ver, y sin embargo pasamos la cena en El Barrio del Saco; comiendo habas crudas en el huerto de José Manuel, balanceando las
piernas en un puente de madera con una lechera a cada lado, leyendo
Requiem por un campesino español una tarde de navidades, haciendo
herbarios. Mirando su casa desde la mía y la mía desde la suya.
Creí que habíamos vuelto a El Boticario y al 2016 cuando se acercó Mapi, pero entonces Mercedes nos recordó
dos vestidos blancos, iguales, con remates de colores, y los vimos tan
nítidos como si los sacara del bolso.
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