El loro.
Mis tíos tenían una mercería grande,
en el centro del pueblo, de la que mi madre era la dependienta, y
otra diminuta en su casa, expendiduría más que sucursal. Cuando
tenía 14 años me dejaron a cargo de la tienda pequeña durante sus
vacaciones, esa confianza fue un honor enorme que se convirtió en
inolvidable.
La primera tarde se atascó la cinta de
la máquina registradora y, no sé por dónde metí los dedos, que no
sólo me los machacó, sino que me tatuó un 444 en el índice que
duró meses. Para recomponerme me preparé un té, y el loro
patoso, que aún vive y siempre ha ido suelto, se metió en el agua
hirviendo.
Nadie se enteró, porque nadie me
supervisaba, pero pasé un mes de aupa con aquél bicho cabizbajo
perdiendo plumas por el pasillo. ¡Y cómo se cura a un loro! Dejó
de hablar, sólo ruidos angustiosos graznaba, y yo empecé a hablarle
continuamente, pero en ningún momento dio señales de haberme
perdonado.
La foto
Más, más, un poco más, más atrás,
un paso más, le dijo el que iba a ser mi cuñado a mi hermana
haciéndole una foto en un malecón. Y la otra, que por educación y
por genética respeta hasta el extremo las distancias que le ponen,
tuvo la habilidad de darse la vuelta en el aire y sólo se rompió el
brazo, una pierna, siete piezas dentales y la mandíbula.
No creo que la quisiera matar, sería
un malentendido. Las ilusiones ópticas. O que ya no lo oía desde
tan lejos.
p.d Nunca pensé que el asunto del loro fuese
literario, pero muchos años después leí de otro loro cocido en las
memorias de García Marquéz, allí mismo dejé de leer y se las pasé
a mi madre. Seguro que si contaba lo mío me iban a decir que era plagio.
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