Eugenio Ampurdia
No la reconocí, bueno
fue peor, supe que del impacto se me había olvidado como era. Su
madre me estaba abrazando y las dos la miramos con las cabezas muy
juntas mucho rato, me parecía imposible que dos cabezas tan próximas
compartieran tanto dolor sin transmitirse ninguna imagen, pero no
logré rescatar ni un sólo gesto de Nati delante de aquella mujer que estaba en la caja. Nada más llegar vi a su
su marido, Elisardo, que me dijo, “entra a verla, que está muy guapa”
también me dijo “yo sé que la querías mucho” Por el camino
encontré a mi prima Elisa, que se niega a ver a los muertos y hasta
nos disuade, y claro, me acordé de mi sobrino de diez años, que un
mes antes, cuando lo encontré mirando por ese mismo
cristal a su abuelo, también dijo que lo veía muy guapo.
Fuera estaban los de
siempre, los que te preguntan ¿estás aquí ahora? El que te besa, el te
ignora, el que te quiere, el que te quiere saber, el que te pregunta
directamente y la que te odia, a ti y a un par más, porque supongo
que el odio es una vaina insaciable, que aprovecha a los espectadores
para erizar hasta a las flores de las coronas. Sería prota de una
novela si hubiera terminado la que estuve a punto de escribir y que iba a
tratar sobre esa potencia aniquiladora.
Y en la antípoda de los
retorcimientos Nati, mi queridísima Nati. Esa chica alegre que tenía
dos años más que yo y de la que, mucho antes de que estudiara
magisterio, ya sabíamos todos que era maestra. Y el peor escozor, el de tantas
cosas por contar, el de todos los abrazos que se nos han quedado pendientes.
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