Mi amiga de la infancia se llamaba Mercedes y por las tardes íbamos a por la leche a dos sitios que estaban de punta a punta. Como estábamos decididas a acompañarnos todos los días intentamos que su madre o la mía cambiaran de vaquería, pero esas cosas eran entonces muy delicadas, cada cuadra tenía su parroquia y cada parroquiana sus motivos. Así que íbamos todas las tardes de casa de Tere a casa de Santas y contribuíamos a mantener estable el ecosistema lácteo del pueblo.
Mercedes y yo compartíamos una pasión: las hojas. Durante dos o tres años estuvimos haciendo un herbario en su casa, después de salir de la escuela. Sólo puedo recordarnos hablando del Planeta de los Simios. De la terquedad de la memoria seguro que aún no hablábamos. De eso no se sabe casi nada a los nueve, a los diez, a los once o a los doce. Pero ¿de qué más hablaríamos?
Cuando empezamos el herbario volvíamos a casa con ejemplares valiosísimos, pero pronto se empezaron a repetir, entonces decidimos incluir también las hojas repes, no hay dos hojas iguales.
El año pasado, paseando entre las lecherías me dije: Martita, deberías hacer otro herbario.
Et voila. En mi habitación se ha instalado un otoño permanente. Por la mañana hay que recolocar las hojas que se han caído con el aire de la colcha, así que van cambiando de lugar; se van alejando, acercando y reagrupando. A veces práctico con ellas cierto animismo de los ratos libres y me sugieren historias. Son frecuentes en casa las quejas por el robo de alfileres.
2 comentarios:
Me ha gustado mucho. Yo he intentando recordar que hablaba con las amigas a los nueve, diez u once años. No lo recuerdo, pero es un recuerdo gratificante.
Y que las hojas cambie de sitio y te cuenten historias, también.
Gracias Julia
Publicar un comentario