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El cinco de marzo de 1991 estábamos comiendo rancho en la
bodega de la abuela y alguien, uno de los diez, no puedo recodar quién fue,
preguntó.
-¿Vosotros habéis visto el mar en invierno?
Leyendo estos días las historias de los wayuu que está
escribiendo Blanca he vuelto a recordar una de mis saudades conscientes: la de
ese espacio de iniciación, fuera del tiempo, que todas las culturas viejas saben
necesario y que para nosotros sólo es otra nostalgia difusa. La cuadra de la
abuela se convirtió en un espacio mítico cuando se disfrazó de bodega con
chimenea. Allí seguía presente la ausencia del burro y hasta la del cesto con
el que me defendía del gallo cuando era pequeña, por la ventana se veía el triángulo
de rosales rabiosos que fueron una obsesión artística para la Raimunda, había
fuego y se oía, de cuando en cuando, el agua de la bomba en el lavadero. Hasta
teníamos un pozo al que temer, estaba
pegado a un eucalipto cuyas raíces, tan bien regadas, nos levantaban el suelo amenazando con tirar
la casa, que llevaba en píe desde el 1700.
Nosotros diez, mis padres, mis tíos, mis primos y mi hermana
vivíamos unos en el primer piso y otros en el segundo, en un edificio nuevo y
aséptico. La nuestra fue una escalera superpoblada: arriba garbanzos, abajo
macarrones y menús así se oían siempre a la una, cuando mi madre venía de la
mercería, Emma subía de la zapatería y nosotros salíamos de la escuela. Había
muchos rincones habitables entre las dos casas. El despacho de mi padre y el
salón de los libros de mi tía eran mis preferidos. Pero nunca logré estar en
algún sitio tan del todo como en casa de la abuela.
Otro cinco de marzo, el de 1986, en aquella bodega, Emma preguntó.
-¿Y si cogemos entre todos el bar de abajo en traspaso?
Y en esta familia las preguntas no caen en saco roto.
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Pocos días después mi padre había conseguido un apartamento
inmenso para octubre en Luanco, él era el único que había visto el
mar en invierno.
-En Asturias va a llegarnos antes el frío.
Nos dijo. Como habíamos cogido el bar de abajo en traspaso éramos
compañeros de trabajo, pero había que organizar las vacaciones en los otros
lugares: la mercería, la zapatería, la gasolinera, la autopista, la escuela, el
instituto…
Yo pasé aquel verano en Asturias, en una aldea llamada El Peligro, y esa es otra historia que daría par un par de folios, pero para que
cuadre en ésta sólo hace falta saber que estaba separada de la manada. Fui desde
El Peligro a Luanco el día que todos llegaban. Recuerdo que salí temprano,
llevaba quince días intensos sola y me urgía diluirme en la tribu. Entonces no
había teléfonos móviles y quedamos en un bar.
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Aquí podría empezar otra historia que yo siempre he titulado
“El día que leí entera la Regenta”
Porque llegue al lugar fijado a las once de la mañana y los
otros nueve no llegaron hasta las dos de la madrugada. Los dueños del bar me
miraban con cara de lástima, convencidos de que se habían matado todos mis
parientes en el viaje, pero yo no me asusté, es difícil que se estrellen dos
coches y se mate tanta gente. Sucedió lo de costumbre, mi padre tuvo un ataque
de guía turístico, eligió la ruta más larga y paró en todos los pueblos que tenían
algún encanto en la cornisa cantábrica. Lleva toda la vida igual, para, mira y
dice
-Mirad ¿Habéis visto? Pues venga, al coche
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Madrugamos, quizá para que hiciera más frío. Y pasamos la mañana
paseando y mirando el mar con el abrigo puesto.
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A aquel 2 de octubre de 1991 parece que le han puesto focos
desde tempranito, cuando nos sentimos helados fuimos a comprar para preparar la
catarsis. Yo me quedé de cocinera, los demás se fueron a tomar vermouth, pero
quedarse de cocinera aquel día no era así nomasito. Era encerrarse con quince o veinte crustáceos con gomas en
las pinzas que caminaban por el pasillo.
David y mi madre, que ensimismados en una conversación se habían perdido del grupo, subieron a fumarse
un cigarro y ver qué tal iba. Lo recuerdo tan bien porque lo recuerdo entre el
vaho de las cazuelas asesinas.
Luego no mucho más. El placer de una tremenda borrachera familiar
que nos dejo contentos y cercanos para
todos los días de mar y de invierno que nos quedaban. Seguimos haciendo más o menos
lo de siempre. Mi padre y Emma jugaron al ajedrez, mi madre contó historias,
bailamos y fuimos a comer una fabada a la aldea en la que había pasado el verano.
Eso es inolvidable porque mi hermana llevaba el pelo teñido de rojo y todas las
moscas del pueblo, era un día de sol, abandonaron a las vacas para perseguirla a ella.
2 comentarios:
Mi pozo era temido y mágico. Alimentaba una morera, cuyas hojas alimentaban a nuestros gusanos de seda. Y las moras nos empachaban a nosotrod tras comerlas por quintales... qué bonito Marta.
Jo que suerte tener la morera en casa. Gracias Tatianísima.
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