lunes, 11 de febrero de 2013

Sin restos del naufragio.





Jennifer Allora y Guillermo Calzadilla


Una de las cosas que más pánico me producía de pequeña eran las pesadillas de mi madre. Sus gritos eran mucho más espeluznantes que los de las películas. Los vecinos, que eran mis primos y mis tíos, subían asustados. Asomábamos el hocico a la habitación y le rogábamos a mi padre que la despertara. Él nos apaciguaba con la mano y la dejaba seguir  gritando. Tan tranquilo. No había una explicación plausible para que una mujer con una vida con tan pocos sobresaltos tuviese, y tenga, tantas pesadillas y tan aventureras: cuando no la perseguía una manada de búfalos estaba naufragando, o en una celda de castigo, o el avión que pilotaba se había quedado sin tren de aterrizaje. Eso nos lo contaba en el desayuno con todo lujo de detalles y nos dejaba boquiabiertos.


Yo no heredé sus veleidades oníricas. Menos mal. Pero el rebrote de gripe parecía traer en la bandeja dos opciones: insomnio o pesadillas, y he estado degustando las dos. La de ayer, mucho menos vistosa que las de mi madre,  era de esas que no te logras sacudir hasta bien entrada la mañana. Dicen que las pesadillas sirven para familiarizarnos con el umbral del dolor psíquico. Si hago una regla de tres la Arse debe estar preparada para irse a vivir a la conchinchina y yo a ninguna parte. También he soñado que escribía, muchísimo, pero al levantarme todo se había quedado en agua de borrajas. 


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