Empecé a releer Si una
noche de invierno un viajero cuando supe que tenía dos nuevos lectores, pero
sobre todo porque si las obras literarias tuviesen temperatura en Calvino sería siempre primavera y yo
necesitaba un clima benigno. Empecé la novela pensando en ti, lectora que
escudriña aquí después de diez años de desaparición, ¡por algo se rompen las
hamacas! Creo que buscaba un tono con el que poder hablarte. Primero me puso muy
triste no merecer siquiera tu saludo, y luego me hizo pensar en los escondites,
nunca debería haber suficientes motivos como para esconderse, por eso me enfrenté a
una palabra de la que siempre ando evadida: celos. Soy tan taradita que no me
creerías, por mucho que lo dijeras: “no os puedo soportar juntas”, yo te quería
un montón y no te entendí hasta el otro
día. También pensé en Javier que me lee y me disfruta y le gusta que lo nombre y me lo dice, por eso
yo también se lo digo, porque la reciprocidad es un gusto. Todo tiende a
compensarse. Pero sobre todo estaba preguntándome, sigo haciéndolo, por el lector, y no sé de un sitio en el que
se explique mejor qué es un lector en todas sus versiones que en esa novela.
Calvino me hizo otra vez la jugada, el capítulo que yo
recordaba al principio no estaba allí, apareció cuando ya me había convencido
de que era un capítulo que yo había inventado. Ahora ya no se lee por páginas,
en los artilugios digitales se lee por tantos por ciento, y tuve que esperar
hasta el ochenta por ciento por lo menos hasta que apareció Terminé de leer la
novela en la sala de espera del médico y volvió a jugar conmigo ese italiano: se
acababa la batería del ebook que además me había regalado Rafa, el médico, y yo
necesitaba más historias, ¡se podía hacer oreja desde dónde estaba sentada de
lo que ocurría en la consulta! ¡no iba a poder evitarlo! ¡me había transformado
en la lectora, necesitaba seguir oyendo y tengo oído de tísica!
Rafa salió a llamarnos por orden y me dejó para el final, para
poder hablar, me dijo por señas. Aguantó la batería del asunto justitito hasta
que salió la última paciente. La historia que seguía era la mía, me tenía que espiar, esas eras las reglas del juego, espiar al próximo cuando se terminara el libro (y
ese era un buen lugar, la consultas son el lugar idóneo para desmayarse y para
desdoblarse)
-Acabo de terminar de leer Si una noche de invierno un viajero. Es un libro de Italo Calvino…dije.
Y los dos nos lanzamos contra la pantalla del ordenador para
buscarlo.
-Y además quiero paroxetina, pienso incorrectísimamente y
lloro inopinadamente, y me relato mal, estoy susceptible, deseando
malinterpretar para hacerme la víctima.
-Te ha pasado algo
-No
-Algo te estarás ocultando.
-No te pongas lacaniano, soy crónica, hago café de recuelo,
recapto y recapto, que lo sé, somos química y necesito descansar, hace quince
años que no recaigo y no quiero recaer.
-Espera, miro. No hace quince, hace diez. Vale, pero media y
no me creo que estés deprimida
-Porque no estoy, hace un montón que no estoy. Oigo esta conversación como si la estuviera
escribiendo. Y tengo el personaje de la paciente probablemente deprimida de un médico estupendo del que además es amiga y a quien le encanta ver. ¡Cómo vas a creerte que estoy deprimida! Pero me tienes que creer.
-Vale, media. Por cierto que a mi me quedan dos motivos: las buenas conversaciones
y el buen tiempo. Y ahora dime ¿Por qué tengo que leer Si una noche de invierno un viajero?
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