El
incendio nos llegó hasta el lindero, lamió las plataneras, quemó el Tamarit que
a la caída del sol hacía que sonara la terraza de arriba como
si cien personas se hubieran escondido detrás para comer pipas (eran las
semillas, que se contraían con el frío de la sombra). Las llamas le
pegaron lenguetazos a las seis plataneras, al olivo, a los chirimoyos, a la menta, a la salvia, a dos limoneros, al pomelo gigante, y cuando los
iban a engullir, pararon.
Pasé el primer día pensando que la
Pacha Mama y el pensador africano habían
acordado defendernos, pero enseguida llegó José, el hombre, y me contó que había
sido mucho más terrenal el milagro: el incendio lo pilló regando, manguera en
mano, como no hacía viento estuvo defendiendo el barranco hasta que llegaron
los bomberos.
En la loma quedan los cadáveres de unas pocas
chumberas, un esqueleto de almendro, y
esa gama de grises amenazadores que intentaron
cruzar el barranco que recuerda al mundo, delimita aún más el paraíso, evoca el
calcinado afuera. No evitamos mirarlo, pero también miramos al otro lado: se ve
el mar, además tenemos por sombrero una parra.
-La podía haber podado bien pero yo sé que te
gusta así, bien salvaje
Imagen Eva Rueda
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