Fuimos a casa de Miguel sólo a cenar, el viernes, Eva, la
chica de la gran melena, y yo, y nos quedamos hasta el domingo. A mi me gusta
dormir en la habitación de Sara porque me despiertan temprano las ovejas y me
pongo a contarlas, las ovejas de por la mañana son de verdad.
El sábado, después de comer, Miguel se puso a relatarnos la historia de
la guerra civil en el pueblo, todavía recordaba de tanto haberlos oído los
nombres de los muertos y hasta sabía en que esquinas los mataron. Entonces tuve
otra vez ese cortocircuito que me produce oír hablar con tanta energía de una
guerra tan lejana. Volví a sentir impotencia por no poder entender a muchos de
mis mejores amigos, que tienen mi edad o incluso son más jóvenes, pero vivieron
la atrocidad de la guerra en primera persona.
Una guerra, para quién la vive, dura siempre. No hay
tratamiento psiquiátrico posible para el que ha sacado a sus amigos muertos del
cerro, en sueños vuelve el pánico de que te paren los militares y lleves el
carro lleno de armas tapadas por un montón de sábanas, aunque cuando sucedió de
verdad les convenciste al chile de que eras una burguesa peninsular cabreada
con la guerrilla porque había cortado el agua, toda la vida está volviendo el momento en que
le arrancaron las uñas al Chele, o el momento en el que se salvó toda la
familia porque el chamaquito de dos años, que nunca antes había hablado, dijo del tirón: “don
guardita no nos mate”, o vuelve el entierro de monseñor, cuando, tendida en el suelo,
vio que llevaba la camisa blanca llena de sangre y se creyó muerta, pero por
suerte no, era la sangre del muertito que le había caído encima y al que los
francotiradores seguían disparando, no hay manera de olvidar los días en los
que buscabas el cadáver de tu marido de basurero en basurero. Nunca, nunca,
nunca, se te va a pasar el disgusto de haber sabido unas horas antes que iban a
matar a los jesuitas y no haber podido dar el aviso.
A veces Marisa se pone pesadita con que tengo que escribir,
y yo siempre le contesto que no tengo qué y ella me replica diciendo: ¡anda que no hay tajo en nuestras vidas! Cuando
yo llegué ya había terminado la guerra, lo único que pude hacer fue oírles y
sentirme perpleja. Por suerte siempre ha estado ella como traductora, es de
Toledo pero pasó en El Salvador toda la guerra, y por suerte Carlos y Marisa han
sido capaces de compartir muchas noches catárticas estos años, noches a las que Amanda y
yo asistimos boquiabiertas, sin poder entender lo que sienten del todo.
Hay temporadas en que el paisito me persigue, aparece por
todas las esquinas. El Salvador y aquellos días en los que no parábamos de reír
y de llorar.
3 comentarios:
Me ha llegado al alma o a lo que sea que tengo ahí.
no parar de reir y de llorar...tragedias que son como de broma...y si, deberías escribir, aunque el "deberías" nos lo podemos aplicar todos. Y por cierto, creo que mi melena es algo más corta ¿no?
Mucho más corta, pero había que echarle literatura.
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