Empezaba
a acobardarme, un poco por la sobredosis de soledad y otro poco por los
desastres a los que asistimos todos los días, y decidí refugiarme en los sueños.
Los sueños son dóciles, enseguida reciben el encargo de que vas a prestarles atención
y acuden nítidos, encantados de relacionarse con tu vigilia.
Durante
una temporada, hace muchos años, los escribí, luego no hizo falta porque
adquirimos la saludable costumbre de contárnoslos durante el desayuno. Lo fui dejando,
hasta que estas semanas he vuelto a anotar y es cierto, nos acercan a nosotros
mismos con las indicaciones más serias.
También
me puse a leer “El alma romántica y el sueño”, de Albert Béguin, que a veces busca detrás de
los textos los hechos y personajes reales que los inspiraron. Hacer y deshacer
todo es quehacer, pensé, imaginando en espiral la empresa filológica; un esfuerzo
incesante de los autores por maquillar sus inspiraciones y el no menos
constante empeño de los críticos por desenmascararlos (y si bien es cierto que
en ese recorrido abunda la literatura creo que no andan por ahí sus núcleos, más
bien sus cortezas).
El libro me ha gustado mucho, pero es tan sugerente que me invitaba cada diez páginas a dormir, a soñar: a
pasar a la acción.
Siempre
se han utilizado los sueños como inspiración, pero todos sabemos que son material de riesgo. Además cuando
conocemos muchos sueños de alguien tenemos más información de la que nos da su rostro y todos sus gestos.
La foto es de Lissy Elle
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