¿Y de qué me suena Zagoza? ¿de qué? le pregunto a B insistentemente, hasta que creo recordar que es una de las ciudades invisible de Italo Calvino y, aunque luego sea mentira, los ecos de ese libro nos imantan el trayecto hasta Zagora a las dos.
En el camino vemos los primeros Oasis, por aquí todo parece un capricho discreto del barro y las palmeras. Me encandilan las casas, que sea difícil adivinar cuales son las que se siguen construyendo y cuales las que han empezado a disolverse, que se prolonguen en una tapia que no acaba, pero que por detrás se reúnan con las demás y compongan entre todas un laberinto. Miro como si marcara con una tiza kilómetros de casas y tapias para distinguirlas del suelo, y no hay un plano que se repita.
Paramos en un mercado y nada más bajar del coche notamos que nos hemos trasladado de verdad en el tiempo. Apenas hay mujeres, ni comprando ni vendiendo, las verduras no son de diseño y abundan los burros. Los niños, como siempre, miran la cabellera rubia de esa mujer tan alta. L está acostumbrada. Uno se atreve a preguntarle de qué tribu es y ella responde, sin titubear:
-De la tribu vasca.
Ya tenemos chiste, pero además tambien tenemos especias, algo ha hecho que nos pongamos a comprar por primera vez. Yo compro semillas de cilantro, T y la niña B han llenado una bolsa gigante de todas las especias que puede llevar un tallín, además de unas judías secas para comernos en el molino a la vuelta mientras intentamos distinguir el pimentón y la cayena e identificar el jengibre
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