martes, 28 de agosto de 2007

Umbral





Complicado hablar de Umbral, lejos de mis vocaciónes escribir necrológicas, pero yo siempre hablaba bien de él porque había escrito "Mortal y Rosa"; le recomiendo a todo el mundo que lo lea, ahí va un fragmento:

EL METRO, ya sabes, la noche rápida y fulgente, las filtraciones, los escapes, la vida, fracasado es el que a los cuarenta años viaja en Metro, recuerda, el que tiene una moneda la cambia, el que tiene una moneda la cambia, te lo decías en la conciencia, lo repetían las ruedas del Metro el traqueteo, farallones de sombra, paredes humanas, el descenso al Metro, qué inmersión en la catacumba rauda de los tiempos.

Volver al Metro. Cuando una ciudad tiene acacias, soles provincianos, cerveza, cuando una ciudad ignora el intestino férreo que le corre por el alma, el hombre de la calle, dicen, el hombre de debajo de la calle, y dabas la peseta, entonces el Metro valía una peseta, y te daban un billetito, un cartoncito, algo, consérvese a disposición de cualquier empleado de la compañía, consérvese a disposición de cualquier empleado de la compañía, era cuando entrabas en el Metro batiendo fuerte las puertas de hierro, inmenso útero latiente de multitud, de olores, de vendedoras, de carteles, y la mirada negra del empleado, bajo la gorra metropolitana y descosida, dando suelta al gas, al pitido, abriendo y cerrando las compuertas como una guillotina horizontal para el monstruo humano de mil cabezas.

Amor en el Metro, toda la charcutería de las manos aferradas a la alta barra despintada, prohibido subir y bajar en marcha, antes de entrar dejen salir, prohibido vender en los coches, y el bajorrelieve de los rostros, la arcilla de la vida repartida en caras, muecas, cansancios, risas, estupefacciones y bocas. Macerados de profundidad, herméticos de velocidad, obstinadamente desconocidos, mayoría silenciosa de allá arriba, nocturnidad de aquí abajo, cada cabeza con su aureola de olor, de sufrimiento, de pelo, el alma como una colonia pobre, el cuerpo como un saco muy usado, y las flores profundas de la axila, y el orín secreto de los años.

Viajar en Metro con un papel en el bolsillo, con el recado de la vida, con la carta de recomendación o la factura del mueble, y el aluvión de las madres, los funcionarios, la juventud y los mendigos. Todo un panel de ciudad, todo un mural de caras en el vagón, humanidad al temple, color bombilla, y la catástrofe rauda del Metro, su torpeza de hierros contra hierros, hasta la sonrisa inesperada de la muchacha pobre, el sol de las profundidades en un pelo de mujer o el agua quieta y cómplice de las miradas, entre tú y yo.

Viene de todo al Metro, ya sabes, de modo que cuidado con los hombres de mirada verde que miran al hombre, como leíste una vez, y sálvate en esa cara obrera, en ese zarzal de pecas, en la niña planchadora, recadera, oficiala, aprendiza, en la muchacha sin empleo fijo que tiene el perfil estremecido por los reflejos subterráneos y los ojos llenos de anuncios. Te acercabas a ella cuando se removía la humanidad del Metro, y vuestro silencio comunicante sonaba ya más que todas las conversaciones del vagón a ése que le den por donde le gusta, te prometo que me quedan cinco duros, macho, estoy volcado, éste siempre corto de pasta, usted verá, doña Águeda, qué hacemos con él si en el Seguro no le dan la baja y el corazón lo tiene cada día más hinchado.

Un bloque de silencio entre tú y yo, una barra de silencio en torno de la cual saltaban las conversaciones intermitentes y desdentadas del Metro, hasta la estación final, o aquélla adonde tú te bajabas, con un giro leve del perfil, que no sé si era una invitación o una despedida, pero yo me iba detrás y salíamos a una plaza con jubilados, a un barrio grande y poblado, con muchos camiones escorados y muchos toneles de vino desguazados en mitad de la calle. Era tu barrio, y qué difícil romper el acero de silencio que se había forjado entre nosotros, después de haberte visto subir las escaleras del Metro con prisa de gacela obrera, y tus piernas de andar y bailar, y un paraíso suburbial, con huertos y talleres. Pero no es verdad que me dieras la mano áspera y niña y me salvases para siempre entre tus soles y tus girasoles de barrio, sino que estoy aquí para siempre, otra vez en el Metro, siempre en el Metro, como no es verdad que otra vida pase a través de mí, otro tiempo más claro, el que tiene una moneda la cambia, el que tiene una moneda la cambia, la vida sólo es el sueño alto y soleado de los que vamos en el Metro, de los que imaginan un allá arriba con niños y buen tiempo.

El hombre del Metro sueña una ciudad de sol y ocio a la que nunca sale, la ciudad de las estatuas y los bares es una pesadilla del hombre de allá abajo, del viajero hundido, del que va en el Metro, tú, yo, asiento reservado para caballeros mutilados, todos caballeros mutilados, las madres terribles con la bolsa de la compra abultada, como otro embarazo, y la chica leyendo un libro gordo, y el de los recados silbando en el Metro y el sembrado de cabezas que tengo debajo de mí, una calva con mapas, una pelambrera con brillos, los cuatro pelos sobre un cráneo blanco y lechoso, la huella de las tenacillas en un pelo gris de mujer, como una ceniza en olas tenues de resignación, y el maíz violento de un pelo de muchacha, cebada adolescente que perfuma e ilumina. No, la ciudad no existe, la ciudad es una locura, una invención, una esperanza, una mentira. La sueñan desde allá abajo los que van en Metro, ánimas del purgatorio en túnel, justos en multitud, limbo húmedo, catacumba veloz. No existimos, no tomamos café, no hacemos el amor. Sólo nos sueña, desde lo profundo, un hombre silencioso que va en Metro"

No hay comentarios: